La lobera

Me fui a Galicia a pensar, lo necesitaba, necesitaba pensar si realmente la amaba, si realmente quería casarme con ella o sólo era producto de los años que llevábamos juntos.
Me vine solo, sin amigos y sin el móvil, no quería que ella me localizara y no me dejara pensar con perspectiva. Necesitaba tener claras mis ideas, no quería hacerla daño porque, aunque no sintiera amor por ella, sí que sentía cariño y tampoco quería hacerme daño a mí mismo. ¿Y si me equivocaba tomando esta decisión? Era muy importante, debía tener muy claro el paso que teníamos que dar.
Busqué un lugar lo bastante apartado como para que no me molestaran turistas u otros campistas, no tenía ganas de aguantar adolescentes riéndose toda la noche mientras bebían.
El lugar era perfecto, había cerca un pequeño riachuelo donde podría dejar la botella del agua para que estuviera fresca, los árboles eran abundantes y no se veía paso de animales, aunque sí que vi unas huellas de humanos junto a las de un perro, pensé que serían cazadores, pero no era temporada…no le di muchas vueltas.
Monté la tienda, coloqué las cosas y me preparé un fuego dentro de una zanja para que cuando no pudiera vigilarlo no se me escapara de las manos. Me hice un par de chuletas que llevaba conmigo y comí tranquilo, disfrutando de los olores que me proporcionaban la carne y el bosque.
La noche me tapó en su oscuridad y contemplé tumbado las constelaciones, recordando las leyendas que sobre ellas me contaba mi abuelo. Pude reconocer Orión, la Osa Mayor, Leo, la cruz, la Osa Menor y me quedé mirando la Estrella Polar, para pasar después a observar la Luna Llena que presidían el oscuro cielo.
Desperté sobresaltado por un ruido, alguien se acercaba, imaginé que sería algún grupo de campistas aunque estaba seguro que haberme alejado lo suficiente como para que no me vieran o molestaran.
Escudriñé la oscuridad intentado ver la figura, pero la noche me hizo ver fantasmas donde no los había, pues percibí pequeños puntos rojos que me observaban. Lo dejé, la imaginación me jugaba una mala pasada.
Noté el frio en mi cuerpo, apagué el fuego y me dispuse a entrar en la tienda para descansar, cuando el ruido volvió a escucharse. Me volví despacio porque esta vez el ruido tomó la forma de un gruñido, delante de mí había una manada de lobos.
El miedo se apoderó de mí, habían esperado que apagara el fuego para acercarse si eso era posible o bien mi mente les daba cierta lógica que los animales no tenían. Quedé paralizado, no sabía como actuar, no sabía si era mejor quedarse quieto o salir corriendo, entonces lo vi.
Por detrás de ellos había un lobo que andaba sobre dos patas y se acercaba despacio a mi campamento, los lobos se apartaban a su paso y a la luz de la luna, pude darme cuenta que se trataba de una mujer que vestía con sus pieles. Su rostro estaba oculto por la cara de un lobo, lo que había creado en mi mente la imagen del lobo andando en posición erecta. A medida que se acercaba, se despojaba de sus pieles y me mostraba un cuerpo esculpido por el propio Miguel Ángel.
Su piel era blanca, pura, sin imperfecciones, sus piernas largas y musculosas que terminaban en un triángulo perfecto, su cintura era fina, sus senos aún desafiaban a la gravedad, voluptuosos. Se acercó a mí, me olfateó como lo hace un animal, me acarició el rostro, rozó mis labios y sentí la suavidad de su piel, impregnó mi nariz de un olor de almizcle, de bosque, de tiempos antiguos.
Me besó con ahínco, con salvaje prisa, invadiendo mi boca con su lengua, buscándola con impaciencia. Mis manos mecánicamente rodearon su cintura, sintiendo que su piel me regalaba un calor desconocido, acaricié su espalda, besé su cuello, lo lamí, tomé en mi mano unos de sus pechos, apretándolo con premura, jugué con su pezón apreciando como se endurecía bajo mis caricias.
La tumbé sobre el suelo del bosque para acariciarla más despacio, para deleitarme de la suavidad inusual de esa piel, para saborearla. Recorrí su cuerpo con mi lengua, recreándome en su cuello, bajando a sus pechos, transitándolos con mi lengua, jugando con ella en sus pezones…degustándolos. Mi mano acariciaba sus piernas, para perderse entre ellas, abriendo despacio sus labios, buscando ese botón que la llevará a la excitación, noté como se excita, como suspira de placer y jadea, no puedo resistirme, necesito probar el néctar que se esconde entre sus piernas.
Bajé por su vientre, saboreando con mi lengua, no puedo dejar de hacerlo pues mi boca se llena de un sabor salvaje que no había probado antes. Llego a esa cueva que oculta placeres y lamo, lamo como si mi vida fuera en ello, inundando mi boca y mi lengua de sus flujos, arrancándole jadeos, notando como sus caderas se mueven a mis caricias.
Tras un prolongado jadeo, se incorpora y me tumba ella a mí, me despoja de mis ropas y lame mi falo erecto, lo toma entre sus labios carnosos de color carmín haciendo que me recorra una descarga eléctrica que sube hasta mi nuca y vuelve hasta sus labios. Se sube sobre mí, introduciéndosela ella misma, me cabalga salvaje. Mis manos se pierden en sus pechos, me incorporo para tenerlos de nuevo en mi boca, para saborearlos de nuevo, para morderle el cuello ferozmente, para que mis manos puedan tocar sus glúteos.
Otro jadeo prolongado, acompañado por el mío y…todo se ha acabado.
A la mañana siguiente, despierto fuera de la tienda, aún tengo su sabor en mi boca pero no hay rastro de ella, no hay huellas alrededor de mi campamento, ni de ella, ni de los lobos. Recojo mis cosas y me dirijo al pueblo para volver al coche que allí dejé.
Antes de subir, escucho una conversación.
—Anoche fue la tercera Luna Llena—dice un viejo que está sentado en la plaza.
—Sí, imagino que la Lobera saldría a que alguien calmara su celo.

Cementerio

La noche acompaña a llevar nuestras fantasías a cabo, nos envuelve en la oscuridad para que nadie nos vea, nos nutre del ambiente perfecto para desarrollar el pecado.
Dos adolescentes cogidos de la mano, toman a la noche como aliada para realizar el pacto acordado. Se ayudan para saltar la verja del cementerio, se ríen en silencio, acostumbran a sus ojos a la oscuridad que les envuelve, se dan pequeños besos en el cuello para darse ánimos y preparar el ambiente. Recorren los caminos buscando el mausoleo donde quieren amarse.
Saben que no está cerrado, que pertenece a la parte del cementerio abandonado, olvidado en la memoria porque los muertos que allí descansan pertenecen a otra época. Entran despacio, ataviados con miedo y morbo por la situación.
Él acaricia levemente su mejilla, pasa sus dedos por los labios carnosos y deja que ella lama uno de sus dedos, dejándose llevar por un escalofrío que le recorre la nuca. Sigue bajando su mano, mientras la lleva hasta la tumba que hay en medio del recinto, para apoyarla.
Recorre su cuello, desabrocha despacio su blusa, se deleita en la contemplación de sus senos capturados en un corsé negro. Acerca su boca a su cuello, lo recorre, lo besa, le muerde levemente juntando sus labios y sus dientes dejando una pequeña marca. La sube a la tumba para tener cerca sus pechos donde vuelve a morderla pero haciendo más fuerza, dejando esta vez la marca de sus dientes.
La luna observa desde arriba como los amantes cierran el pacto entre suspiros y jadeos.

El beso (basado en el cuadro de Francesco Hayez )


La dama nerviosa porque el aya no los atrapara tras su noche de amor, instaba a su amante a desaparecer pero no era capaz de soltar su mano. Él la miraba lleno de amor y devoción, se decía a sí mismo que ni la guerra, ni la oposición de sus familias les separaría, ella le pertenecía y él a ella.
No pudo evitar robarle un último beso antes de su partida furtiva, antes que la casa se levantara y a los pies de la escalinata que le separarían de ella, tomó su rostro entre sus manos y posó sus labios en los de ella.
Ella rodeó su cintura y posó su otra mano en su hombro, fundiéndose con él en el último beso, que sabía que podría beber de los mismos labios que habían recorrido su cuerpo esa noche.

La hermosa en orgía

Su talle flexible era una rama que se balanceaba sobre el montón de arena de su cadera, y de la que cogía mi corazón frutos de fuego, mis manos se perdían recorriendo sus piernas, perdiéndome en la suavidad de su piel blanca, pura, sin imperfecciones.
Subía desde ellas hasta su plano vientre, dando pequeños círculos con mi dedo índice en su ombligo, subiendo, acariciando con la uña hasta la voluptuosidad de sus senos.
Tomé uno con firmeza en mi mano, sintiéndolo turgente, lo apreté, lo acaricié, no pude resistirme a saborear esa piel y acerqué mi boca voraz. Saboreé sus pechos como un niño hambriento, escuché sus jadeos que hicieron que mi excitación aumentara. Perdí una de mis manos entre sus piernas y sus caderas se acompasaron a mis caricias.
Ella se hundió en mi cuello, dándome pequeños besos, pequeños mordiscos que entrelazaba con suspiros en mi oído, una de sus manos desapareció entre mis piernas y poco a poco abrió mis labios, buscando el calor que se escondía entre ellos.
Sabíamos que este amor era prohibido pero no podía resistirme a la lujuria que su cuerpo me provocaba, el néctar de sus piernas era la misma ambrosía con que los dioses se alimentaban.
La amaba, amaba como se movía bajo mis caricias, como su cuerpo se estremecía en el clímax, como susurraba mi nombre, como pedía más caricias…